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  • Eduardo Godoy Sepúlveda

Notas breves (y personales) sobre la Nueva Historia Social y María Angélica Illanes

Ingresé a la Licenciatura en Educación con Mención en Historia y Ciencias Sociales, a la USACH, en 2001. Dos años más tarde, en 2003, tuve la oportunidad de ser alumno de la profesora e historiadora María Angélica Illanes en dos seminarios. El primero centrado en la historia de Chile en el siglo XIX y el segundo, en el siglo XX. Hasta ese entonces, mi generación había tenido clases con Julio Pinto (que años más tarde recibiría el Premio Nacional de Historia, el 2016), en los cursos que dictaba sobre el devenir de la historia de América Latina (durante los siglos XIX y XX), pero también con Pedro Milos, Vicente Espinoza, Igor Goicovic, Hernán Venegas, entre otros (eran mayoritariamente hombres).


Historiadores que de una u otra forma, y desde sus respectivas líneas de investigación, nos habían permitido conocer/aprehender la “otra” historia, no sólo la oficial-estatal, esa “quieta”, “hueca”, “muda”, a decir del escritor Eduardo Galeano en sus Memorias del fuego. Al contrario, con diversos énfasis, nos presentaron una historia “viva”, de resistencia, de solidaridad, cuyos protagonistas eran los sujetos populares y el mundo obrero/campesino. Es decir, la de nosotros mismos, la historia de nuestras humildes y esforzadas familias, ya que muchos proveníamos de la periferia del Gran Santiago (y también de provincias), cuya ascendencia se entroncaba, en algunos casos, con el campesinado decimonónico del Valle Central (en sus diversas expresiones: inquilinos, peones, gañanes).


Cuando ingresé a la Universidad a comienzos de los 2000, muchos estudiantes, aun no éramos parte de la “ciudad decente” (a decir del historiador liberal Benjamín Vicuña Mackenna), sino más bien del mundo de los “rotos”, pobladores xampurrias de los márgenes de la “Capital del Reyno” (Claudio Alvarado Lincopi). Éramos mirados con sospecha, pero también con compasión. Habíamos sido criados en esos espacios, que en pleno estío dictatorial, eran suburbanos (semi/rurales inclusive), habitados por nuestros vecinos, recicladores, recolectores, cesantes, esforzados trabajadores sin calificación o semi-calificados, por el deambular de los típicos perros quiltros (tiñosos), patos, gallinas, gansos y caballos (sí, caballos), volados y curados en las esquinas, y por levas de niños harapientos, semidesnudos, que pedían pan afuera de los almacenes del barrio, casi tan escuálidos como ellos mismos. Éramos la primera generación de nuestras familias que ingresaba a la Universidad lo cual significó un peso enorme sobre nuestras espaldas. Teníamos que cruzar para estudiar y “ser alguien en la vida” (“ser más que nuestros padres y madres”) literalmente toda la ciudad. Una hora y cuarto, mediaba en las antiguas micros amarillas, la distancia entre mi casa en Lo Hermida, en Peñalolén, a la Estación Central. De periferia a periferia, de oriente a poniente, observando desde las ventanas (o colgado en las puertas), las transformaciones de la ciudad, los cambios en el paisaje social y arquitectónico. Estamos hablando del Santiago de hace dos décadas atrás, cuando el metro aun no se extendía hacia las periferias.


Muchos proveníamos de colegios municipales (sin excelencia académica) o particulares subvencionados, en donde éramos un número más (nos llamaban por nuestros apellidos, “el Godoy”, como en los regimientos). En mi caso, de carácter técnico-profesional además, en el cual tempranamente nos preparaban para el mundo laboral, precarizado y neoliberal. Destinados, con la marca de Caín, a ser la “mano de obra barata” del pujante retail. Por eso la disciplina (militar), la insistencia en el uniforme, en la puntualidad, en la pulcritud, más que en contenidos integrales. Nada de música, deportes, idiomas, cultura. Nos estaban adiestrando para obedecer mientras a otros (del sector oriente, de la “cota mil”), los educaban para mandarnos. Porque la pobreza y la riqueza en Chile se heredan. Los profesores nos lo machacaban cotidianamente, salvo excepciones. Nada de seguir estudiando, la Universidad no era para nosotros, debíamos hacer la práctica (que no era pagada) y entrar al mercado laboral, algunos de nosotros con tan solo 17 años de edad, lo cual suponía un shock, un desgarro. El país progresaría gracias a nuestro esfuerzo. Nos decían de modo insistente. Pero sólo algunos (ni siquiera los más inteligentes sino los más sistemáticos y resilientes (¿?)), llegamos a la Universidad mendigando becas y beneficios al Estado. Los más, terminaron vendiendo (como coleros) en las ferias persas de nuestra comuna, Peñalolén, trabajando de “nanas”, las mujeres, y como obreros de la construcción, los hombres. Otros se desempeñaron en múltiples oficios, en especial, como guardias, cajeras y reponedores en los mega-mercados que proliferaron en los años 90, durante el “boom” neoliberal (que arrasó con los almacenes y el comercio barrial).


En nuestros colegios, la historia -como disciplina- poco importaba, y cuando irrumpía, veleidosa, desde los márgenes, predominaba el enfoque político y militar. El de las efemérides, de las estatuas de mármol, de los “grandes hombres” asociados al ejercicio del poder, la de los constructores del Estado-Nación, como debía ser. No la de nuestras familias, vecinos y amigos. La historia de la gente “común”.


Aun, pese a los procesos de renovación historiográficos, desde los años 80 del siglo XX, el sesgo elitista, narrativo, teleológico, cronológico, político, ideográfico, estadocéntrico, nacionalista, de pretendida neutralidad/objetividad, colonialista/racista, seguía primando, especialmente, en la educación básica y secundaria. Esa historia nos tocó “aprender”, es decir, memorizar. La historia de las clases dominantes y del Estado.


¿Dónde debíamos situar la historia de nuestros antepasados (campesinos, proletarios) y poblaciones? ¿Dónde situar el desgarro que significaron para la sociedad popular los procesos migratorios (asociados a la descampesinización), la proletarización y, más tarde, el establecimiento de la dictadura de Pinochet? Porque pasamos hambre y frío, nuestras casas fueron allanadas y la bota militar nos aplastó de forma humillante. También, pedimos fiado, avergonzados, en los almacenes de nuestros barrios, nos ayudamos entre nosotros (regalando cuartitos de azúcar y bolsitas de té o gestionando ollas comunes, para los más pobres), pero ni con eso bastó. “Parece una venganza”, espetó un humilde trabajador y dirigente sindical, en el documental Orden, trabajo, obediencia, de 1978, respecto del régimen militar, sin mostrar su rostro por miedo a las represalias. “El pueblo tiene hambre”, insistía. Era “su revolución contra nuestra revolución” (Álvarez, Pinto y Valdivia). La “revolución silenciosa” de un joven Lavín (ferviente admirador del dictador y miembro del Opus Dei), avasallando nuestros deseos de liberación, de la construcción de una sociedad más justa, más digna. Porque siempre tiene que ver con eso, con la dignidad. Palabra vacía para la casta político-empresarial y eclesiástica.


Entre los años 1999 y 2002, los historiadores Julio Pinto y Gabriel Salazar publicaron su Historia Contemporánea de Chile, en 5 tomos, que fue el resultado de la elaboración teórica de la “Nueva Historia Social” criolla. En ella, señalaban –en la introducción del primer tomo-, que no buscaban “contar”, ni “describir hechos” (“los más notables” de nuestro pasado). Tampoco trasmitir “verdades objetivas”, ni resaltar las “hazañas” de los “héroes” de la Patria (esas “estrellas fugaces”), ni de los “grandes hombres”. Se asumía, de este modo, la complejidad de los procesos históricos evitando “petrificarlos” en imágenes definitivas, estáticas, muertas. Se abogaba por múltiples miradas y se oponían a juicios categóricos o “panegíricos autocomplacientes”. También relevaban la importancia de la memoria y la experiencia social. Es decir, se apostaba por una historia abierta, muchos más abierta, no monopolizada por las cúpulas de poder y se le atribuía una función proyectual, buscando desentrañar y analizar los problemas no resueltos heredados del pasado (que se constituyen como una “carga histórica que frustra”, señalaban), a través de una mirada “desde abajo”, desde la sociedad civil.


Sin duda, esta mirada, se constituyó en un gran avance, gestado en las entrañas de la disciplina histórica durante el régimen cívico-militar. Se transitaba, de este modo, de la historia-cronológica, acontecimental, a la historia-problema. De la historia tipo Francisco Frías Valenzuela y Walterio Millar, por citar sólo dos ejemplos, a una historia cuyo tratamiento era más complejo en tanto se establecía, abiertamente, una relación entre el pasado y el presente; y en diálogo, en permanente reconstrucción, movimiento y relecturas (generacionales). Tenía, asimismo, un sentido práctico-proyectual.


Muchas de estas reflexiones, condensadas en la Historia de Chile de Pinto y Salazar, provenían de los intensos debates originados en los años ochenta, en dictadura, tras la crisis política, epistemológica y afectiva, que significó el golpe de Estado de 1973. En la cual confluyeron diversos cientistas sociales y una generación (variopinta) de historiadores e historiadoras que buscaron ampliar los perimidos (y hegemónicos) márgenes de la historiografía tradicional, la que nos taladraron en la Escuela. La profesora María Angélica Illanes era una de ellas.


La recuerdo parsimoniosa, reflexiva, lenta, aunque sus clases nos remecían por completo, con su densidad teórica. Hacía clases filosofando y dialogando. Nos invitaba a pesar en torno la Historia de Chile desde otras lógicas, las cuales están condensadas en su libro Chile descentrado. Formación socio-cultural republicana y transición capitalista (1810-1910) (LOM Ediciones, 2003), el que compila varias de sus investigaciones (a estas alturas) “clásicas”.


Su foco, está precisamente fuera del “centro”, de la capital, es decir, no sólo desde un punto de vista geográfico, sino también de los héroes “forjadores” de la Patria/República, de los monumentos políticos y de los textos constitucionales. Aunque se apura en señalar, que su propuesta no busca hacer/escribir una historia sin el “centro”, obviándolo. Al contrario, pretende analizar el proceso de construcción histórica del sistema social, político y cultural republicano como un “movimiento” (se rehúsa a un análisis estático), una de red de fuerzas sociales en constante interacción y lucha, en permanente conflicto. Señala, de hecho, que no le interesa ver las leyes abstractas del ordenamiento estatal/republicano, sino cómo éstas operan (y han operado) y se aplican a la sociedad civil, analizándolos desde el “descentramiento”, lo regional, y a partir de una mirada al sistema institucional desde los sectores populares.


Su propuesta historiográfica tiene, de este modo, una impronta social-popular, ya que, en los sectores subalternos, sostiene, se encarnan y expresan las contradicciones del proceso de construcción estatal/republicano. Pero no realiza una historia sólo de ellos (de su configuración), sino más bien de sus luchas, desde la resistencia a un ordenamiento autoritario-oligárquico a través de una lógica relacional, ya que las clases sociales, arguye, se afectan recíprocamente.


En suma, analiza la Historia de Chile a partir de la “desintegración” del centro o en otras palabras focalizando su atención en cómo éste se disemina, se desarticula y se re-constituye históricamente, considerando la resistencia al disciplinamiento y la desarticulación social, la desposesión territorial, las leyes y censuras que buscan reprimir las manifestaciones socio-culturales de los sectores populares, así como sus espacios de sociabilidad y festividad; pero al mismo tiempo las estrategias de control y cooptación elaboradas por las clases dominantes y el Estado en pos de su proyecto de dominación. De este modo, busca desentrañar la matriz de dominación republicana fundada en principios monovalentes (monocultivo/monoexportación, monogamía y monoteísmo), que excluye a la sociedad popular, las mujeres, la población indígena y afrodescendiente, y la infancia. Lo que Illanes denomina como la “conquista interna de la Nación” la cual es múltiple y se manifiesta de diversos modos: jerarquización social, disciplinamiento socio-cultural, reordenamiento socio-espacial, desigualdades de género (y étnicas), pero también como resistencia y desacato, lo cual influyó, sin duda, en nuestra propia “búsqueda” historiográfica que ha relevado la impugnación del status quo por parte de los grupos subalternos así como sus complejos (y multiformes) procesos de politización.


Fuente: www.carcaj.cl

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